“¿Está loco?” “¿Dónde va éste?” son frases que, mucho me temo, se habrá cansado de oír Rubén. Piensen en una típica estampa de paisaje castellano: vastos campos de tonos verdes y amarillos en primavera, y, de tanto en cuanto, un grupo de viejas casas dispuestas en torno a la iglesia -cuya torre avisa desde la lejanía de que ahí vive gente- con sus corrales tapiados por muros semiderruidos y tractores o aperos de labranza en la puerta.
Ese escenario donde, a medida que te vas acercando, intuyes que nada se ha movido desde hace años, y musitas que no te importaría pasar allí un día tranquilo, o dos a lo sumo, mientras piensas en lo largos y duros que tienen que ser ahí los inviernos, y llegas hasta a compadecerte de sus habitantes…
Pues en un lugar así, Ramiro, que puede servirnos como paradigma de la despoblación rural en Castilla y León, imaginó su vida Rubén, con Asela y sus hijos. Si las grullas que dan nombre a la quesería hacen un alto en el camino en ese paraje en su viaje hacia tierras africanas, Rubén, también “ave migratoria”, decidió que su largo periplo terminaba allí, no muy lejos de casa.
Estudiante brillante, investigador reconocido, consultor en varios países de Latinoamérica, a cualquiera podría sorprenderle que un tipo que sobrevivió en un 23º piso de la inhóspita megalópolis brasileña que es Sao Paulo pueda acabar viviendo tan feliz en medio del campo castellano a un par de kilómetros por un camino de tierra de un pueblo de 8 habitantes.
Pero algo debe ir mal en esta sociedad cuando lo que se considera de cuerdos es pasarse el día en un trabajo que apenas te satisface, calentando silla para que que el jefe te vea, encerrado entre cuatro paredes frente a un ordenador, perdiendo una o dos horas diarias de trayecto y viendo a tus hijos, ya agotado, justo antes de irse a la cama. Todo ello por un sueldo que te permitirá pagar la hipoteca, las facturas, consumir y soñar con un posible ascenso con el que harás lo mismo pero con un mejor coche que te lleve al mismo anodino trabajo, una casa más grande, con más aparatos estúpidos… ¿En qué nos hemos convertido?
Rubén y Asela, jóvenes pero con mucho mundo a sus espaldas, tienen claro que lo prioritario es la vida familiar, poder criar a tus hijos, y hacerlo en contacto con el entorno natural. También les enorgullece producir algo suyo, creado a su manera, con total libertad. Fruto de esta forma de entender la vida, de la coherencia con unos valores, nacería Granja Cantagrullas.
Tras una etapa en Francia en la que pudo conocer diferentes formas de hacer queso, Rubén decidió levantar su propia fábrica cerca de La Seca (Valladolid), donde su hermana y su cuñado cuentan con un rebaño de ovejas de raza autóctona castellana cuya leche serviría como materia prima de sus quesos.
Y ahí, en un páramo de la ancha Castilla donde solo paraban las grullas y poco más, Rubén construyó con sus propias manos la quesería primero y después, a unos pasos, su casa. Hoy, transcurridos apenas dos años, Granja Cantagrullas ha dado vida a la zona y es un punto de encuentro para amantes de la gastronomía. Y, lo que es más importante, por la dificultad que ello entraña a las mentes inquietas, esta familia ha encontrado su lugar en el mundo.
Los diversos tipos de queso Cantagrullas se realizan de forma artesanal a partir de leche cruda de oveja. Su elaboración recupera tradiciones locales en desuso combinadas con técnicas francesas, como el rebozado con especias. El resultado: un queso de siempre pero distinto, como no podía ser de otra manera.
Más información: Granja Cantagrullas