Amargo círculo vicioso

fotoEstán siendo estos últimos tiempos de despedidas. Amigos que salen de España a probar fortuna en otros países. Personas jóvenes muy bien preparadas, con experiencia y con trabajos, que dejan por ser inferiores a su cualificación, o porque ésta no es más valorada en la empresa para asumir mayores responsabilidades que ser “amigo o familia de”. Y no solo por ellos, sino también  por todos los que están cruzando la frontera porque aquí no pueden desarrollarse profesional ni vitalmente, uno siente una extraña mezcla de tristeza y alegría. Es triste que un país como el nuestro vaya a perder a buena parte de la generación mejor formada, condenada a trabajos precarios o donde no pueden llevar a la práctica su potencial.  Alemania, Reino Unido o los países nórdicos deben estar encantados de que España forme bien a los que serán parte de su cuerpo de ingenieros, médicos, investigadores, etc. La alegría viene, porque, aunque en todos sitios cuezan habas, llegan a sus nuevos destinos con toda su inocencia y buenas intenciones, repletos de ilusiones, tras escapar de un país enfangado hasta el cuello.

Esta semana se han dado a conocer los 10 países más felices de la OCDE. Una lista en la que no está España por increíble que les pueda parecer a muchos de nuestros dirigentes. El tercer lugar de este ranking lo ocupa Suecia. Allí, por ejemplo, el acceso a la vivienda está regulado por ley, y un joven puede vivir en el centro de una ciudad -o donde quiera- a un precio razonable. La calidad del aire que respiran sus habitantes es mejor que en otros países porque el medio ambiente es una prioridad para los ciudadanos y sus gobernantes. La gente está contenta por ésta y otras muchas razones que conforman una sociedad cívica.

Y uno se pregunta qué es primero para llegar a vivir en un país así: la gallina o el huevo. El civismo de los ciudadanos o el de sus gobernantes. Qué hay que hacer para que en el entorno en el que transcurre se dé más importancia al aire que respiramos no esté contaminado que a tener no sé cuantos bienes materiales y el puesto más insustancial en cualquier administración para toda la vida; que una persona educada y capacitada para atender a unos enfermos, descubrir tratamientos contra enfermedades o educar a nuestros hijos, es decir, aportar un bien a la sociedad, viva al menos con la misma holgura que un político de tercera división o allegado analfabeto; donde sus ciudadanos estén orgullosos de su tierra no solo cuando gana su equipo de fútbol, y den lo mejor de sí mismos cada día para que en ella se viva mejor.

Para llegar a la conclusión de que es la pescadilla que se muerde la cola. Que la  verdadera conciencia de ciudadano, la necesidad de interiorizar y respetar unos valores cívicos por el bien de todos ha de inculcarse desde edades tempranas. Sin embargo los sistemas educativos los hacen y deshacen en España gobernantes interesados, por su propia supervivencia y la de su casta, en perpetuar una sociedad inculta e individualista cuando no enfrentada, crispada, cuyo desapego por el progreso de la comunidad en la que viven, de la que no se sienten parte, el arraigado fatalismo de que “las cosas son así, así han sido siempre y no se pueden cambiar” alimenta y reproduce el amargo círculo vicioso.